lunes, 13 de septiembre de 2010

Teresa - Capítulo 04


Y el gran día llegó.
Daniel le había enviado de regalo un jarrón de flores con veinte rosas rojas, —igual a los años que cumplía —y una nota formal deseándole felicidades y prometiéndole una sorpresa cuando se encontraran en persona.
Teresa estaba preciosa, no en el sentido usual de la palabra, porque no tenía una belleza clásica. Era más bien exótica, y en eso radicaba su encanto. Su pelo negro como la noche, sus grandes ojos igualmente negros y sus carnosos labios, combinados con sus curvas pronunciadas, su nívea piel y su carácter alegre y extrovertido la hacían irresistible a los ojos de quien la mire.
Llevaba un vestido amarillo casi dorado, con florecitas también doradas en el escote, que se iban diluyendo hacia la cintura estrecha. Su pelo recogido, con ligeros mechones que caían a los costados de su cara, enmarcando su rostro, estaban adornados por las mismas florecitas.
Daniel había llegado temprano, —como ella se lo había pedido, —para acompañarla a recibir a los invitados. Cuando la vio bajando las escaleras, interiormente su pecho se hinchó de orgullo y sus ojos brillaron de la emoción, pero ninguna expresión llegó a su rostro.
Ella prácticamente corrió a recibirlo y él la tomó de ambas manos. Se miraron como si nadie más en la habitación existiera, y él le dijo:
—Feliz cumpleaños, Teresa. — Le dio un beso en la mejilla y acercando su boca al oído de ella, le dijo en un murmullo: —Estás hermosa, osita.
Ella lo miró, exultante de alegría y le dijo:
—Ay, Dani… si no hubiera  tanta gente dando vueltas me tiraría a tus brazos. Estoy tan feliz que quisiera… —bajó la vista fingiendo pudor —mmmm, ya sabes.
—Encontraremos un momento durante la noche para que me demuestres tu alegría, querida.
Ella sonrió.
—Eso espero. —Y apoyó su brazo en el de él para recibir a los primeros invitados.
Doña Eugenia miraba orgullosa a la pareja. Todo marchaba sobre ruedas, su hija estaba hermosa, y su futuro yerno era todo lo que ella alguna vez deseó para Teresa. Pensaba que ya deberían estar casados, pero entendía las razones de la demora.
Recordó el viaje que harían en breve y frunció el ceño. Al comienzo se negó, pero cuando llegó la carta de Doña Sofía Ruthia, la madre de Serena, ya no tuvo excusas para negarse. Sofía prometía cuidarla como si de su hija se tratara, y confiaba en ella, aunque eso no significaba que dejara se sentir temor por dejar a su hija «probar sus alas» por primera vez.
«Ya tiene veinte años», pensó… es hora.
Teresa estaba radiante de felicidad, bailó casi todas las piezas. Hasta Alex la invitó a bailar, y Daniel aprovechó ese momento para invitar también a Anna. Cuando terminó el baile intercambiaron parejas.
En un momento de la noche se encontraron las tres amigas en el buffet.
—Tere, tu fiesta está estupenda, —le dijo Serena.
—¿Verdad que sí? Me estoy divirtiendo mucho.
—¿Cómo van las cosas con Daniel? —preguntó Anna sin más preámbulos.
Teresa frunció el ceño y les dijo:
—Está tramando algo, lo siento…
—¿Algo como qué? —Le preguntó Serena, —¿Por qué lo dices?
—No sé, solo siento que está un poco nervioso, y estuvo hablando con mi padre largo rato, siempre me ponen nerviosa las conversaciones que tienen entre ellos.
—Deberías dar las gracias que se lleven tan bien. —le dijo Anna e insistió: —Pero dime, amiga… ¿Cómo van los intentos de seducción?
—Esta semana estuvo tranquila, no tuve mucho tiempo para nada, con la organización de la fiesta. Todavía lo siento muy frío y distante, pero tengo muchas esperanzas que en el viaje se relaje.
—Yo realmente no comprendo por qué no se casan de una vez, —dijo Serena, —allí resolverás todos los problemas que tienes.
—O se agudizarán, —dijo Teresa preocupada. —Y ya no habrá vuelta atrás. No, yo creo que debería lograr conocerlo un poco más íntimamente antes de dar ese paso. —Y cambiando de tema, le preguntó a Serena: —Sere, no veo a Joselo ¿va a venir? Lo invité especialmente. Tengo muchas ganas de verlo y conversar con él.
José Luis era el hermano de Serena, casi dos años mayor que ella. “Joselo”, como lo llamaban, era uno de sus mejores amigos, siempre se entendieron muy bien. Cuando eran pequeños y Teresa visitaba a sus amigas en la hacienda, Joselo no se separaba de ellas, era un compañero de juegos más. Pero con quien siempre se llevó mejor era con Teresa.
Ahora estudiaba en la capital, pero se veían muy poco, ya que sus estudios y nuevos amigos no le dejaban prácticamente tiempo para encontrarse.
—Sí, claro que vendrá. —Contestó Serena, viendo a su hermano que se acercaba detrás de Tere, haciéndole señas con el dedo para que se callara. —Pero ya sabes cómo es, los horarios para él no existen. Vive en un mundo de fantasía.
Todas sonrieron recordando lo especial que era.
Dos huesudos brazos rodearon a Teresa por detrás, sobresaltándola.
—Hola mi indiecita, —le dijo Joselo al oído. —Adivina quién soy.
—¡Joselo! —gritó Teresa, dándose vuelta y lanzándose a sus brazos, —Has venido, justo estaba preguntando por ti.
—¿Cómo iba a faltar al cumpleaños de la más hermosa flor de toda la ciudad? —Le dio un beso en la mejilla —¡Feliz cumpleaños indiecita!
Indiecita era el apodo cariñoso que él le había puesto de niños por su largo cabello negro y las trenzas que siempre llevaba.
—Tú siempre tan galante, amigo. ¿Cómo estás?
—Estupendamente bien, —le dijo, saludando a su hermana y a Anna con un beso a cada una. —Extrañándolas un montón, a veces me gustaría que volviéramos a ser chicos otra vez para corretear por la hacienda.
Y los cuatro se pusieron a recordar sus andanzas cuando eran niños, riéndose y tomándose el pelo, hasta  que el tintineo de un tenedor golpeando ligeramente de una copa de cristal, los obligó a mirar hacia la plataforma donde los músicos estaban tocando suavemente los últimos acordes de una melodía.
Teresa abrió los ojos, asustada. Sus amigos se dieron cuenta.
A partir de ahí todo se sucedió como en un sueño, Daniel avanzó hacia ella y la tomó del brazo para llevarla también a la plataforma.
Teresa miró suplicante a sus amigos, como pidiéndoles auxilio.
¡Cómo si hubiera algo que ellos pudieran hacer!
Sus peores temores se estaban concretando.
Los músicos dejaron de tocar, estaban sobre la plataforma, frente a toda la gente. Teresa miraba a Daniel y a su padre con expresión asustada en los ojos, pero disimulaba su turbación con una sonrisa nerviosa, tampoco deseaba que todos los invitados se dieran cuenta del pánico que sentía en ese momento.
Y como si fuera lo más natural del mundo, su padre empezó su discurso felicitando a su hija por su cumpleaños —la madre de Teresa observaba todo fascinada. —y anunciando que ese día había una doble celebración.
Como en un trance, sin entender claramente lo que estaba sucediendo, queriendo evaporarse milagrosamente de ahí, Teresa vio cuando Daniel sacó una pequeña cajita del bolsillo interior de su traje, la abrió con solemnidad y extrajo un precioso anillo de compromiso de brillantes.
Tomó su mano izquierda, estiró una a una la suave tela que cubría sus dedos, le sacó el guante de seda e introdujo lentamente el anillo en su dedo anular. Luego lo levantó hasta su boca, besó su mano y el dedo donde había puesto el anillo.
Hubo un murmullo generalizado en la sala. Todos empezaron a aplaudir y a vitorear. Y Teresa solo rogaba no desmayarse ahí mismo. Su corazón latía descontrolado. Miraba el anillo y a Daniel indistintamente.
Ya era un hecho, estaban comprometidos formalmente, frente a todos los invitados, no había vuelta atrás. A partir de ese momento, solo había un paso para la boda.
Él se dio cuenta de su turbación. La conocía perfectamente. Para evitarle más trastornos, la tomó por la cintura y bajó con ella de la plataforma, sin prever que todos querrían felicitarlos.
Todavía pasó casi una hora de tortura, como si de un sueño se tratara, entre abrazos, besos, felicitaciones y demostraciones de cariño de la gente, antes de que Daniel pudiera llevarla a un sitio más tranquilo para conversar en privado.
—Querida, tenemos que hablar ¿Dónde podemos ir sin que nos interrumpan?
—Vamos a la biblioteca, Daniel.
«Daniel», que formal, pensó él. Sólo cuando estaba molesta lo llamaba así.


—¿Qué se creen para tomar una decisión así sin consultarme?
Estaban en la biblioteca y ella dejó caer esa pregunta, molesta, desafiante, apenas entraron.
Él la miró, serio, sin entender cuál era el problema. Muy tranquilo, —como era usual en él, —le contestó:
—Querida, no te entiendo, pensé que esto era lo que querías, creí que sería una sorpresa agradable para ti. —Se pasó la mano por el pelo, —de verdad me sorprendes, yo pensé…
—Daniel, en todo lo que se refiere a mi vida, no pienses… consúltame. Si vamos a casarnos se supone que seremos un equipo, ¿no es así? Las decisiones se toman de a dos, no unilateralmente.
—Teresa, teníamos planeado éste momento desde hace casi dos años, ¿por qué te pones así solo porque no te consultamos? ¿Acaso estás arrepentida? ¿Ya no quieres casarte conmigo?
—No es ese el punto, Daniel. Claro que quiero que nos casemos, pero no estaba preparada para esta sorpresa. No me gustan las sorpresas.
—Eso no tiene sentido, querida… ¿por qué dices eso? Te encantan las sorpresas.
Sabía que estaba actuando irracionalmente, no tenía justificación. No podía decirle abiertamente que dudaba de su desempeño futuro como esposo, en la cama específicamente. Que deseaba que sea menos frío, más apasionado. Solo pudo decir, titubeando:
—No éste tipo de sorpresas. Yo… yo no sé.
Él se acercó a ella y la tomó de los brazos, poniéndola frente a él.
—Cariño, lo siento. Realmente pensé que esto era lo que querías. No hace mucho me dijiste que te demostrara mi amor por ti. Y esa era mi intención, sólo quería que supieras lo importante que eres para mí. Quería darte un lindo momento para recordar, pero parece que me equivoqué…
Eso desequilibró a Teresa. Era lo más bonito que ella había escuchado nunca salir de su boca. Se lanzó a sus brazos.
—Soy una tonta, ¿no?
Él la rodeó con sus brazos, ella metió sus manos dentro de la chaqueta del traje y se abrazaron largo y tendido, acariciándose. Él apoyó su barbilla sobre la frente de ella y le dijo suavemente:
—No, osita. Sólo te pusiste nerviosa por la sorpresa. Y te molestaste porque no te consulté. Prometo que tomaremos juntos todas las decisiones referentes a nosotros de ahora en adelante… ¿está bien?
Le levantó la barbilla con una mano y la miró. Acercó sus labios a los suyos y le rozó suavemente.
—S-sí… —dijo ella en un murmullo, y el aprovechó su boca entreabierta para pasarle la lengua por los labios e introducirla dentro.
Eso fue suficiente para que todas sus defensas se anularan, se entregó al beso en cuerpo y alma. Enredaron sus lenguas y combinaron sus alientos mientras él le acariciaba suavemente la espalda con una mano y apretaba su cintura firmemente hacia él.
Se dio cuenta sin palabras que eso era lo que ella necesitaba. Fue llevándola abrazada hasta el sofá que había en la biblioteca, la recostó sobre uno de los brazos del sillón y siguió besándola apasionadamente, sentado al lado de ella al borde del sofá. Dejó sus labios y le besó el lóbulo de la oreja, —ella gimió, —recorrió su cuello con la lengua y más abajo.
Deslizó las mangas de su vestido y siguió besando sus hombros, dándole ligeros mordiscos, hasta llegar al inicio de sus senos, que quedaron más descubiertos al deslizar las mangas. Los contempló y pasó suavemente sus dedos por sus níveos montículos, metiéndolos ligeramente por debajo de la tela.
Ella suspiró y se retorció bajo sus brazos.
Entonces, él la sorprendió.
Introdujo más el dedo y bajó suavemente la porción de tela que cubría uno de sus senos y lo dejó a la vista.
 —Es precioso, —le dijo en un susurro, antes de pasarle suavemente la yema de los dedos en movimiento circulares para excitarlo. Bajó la cabeza e hizo lo mismo con su lengua, lamiéndolo, luego le sopló el pezón mojado.
Ella tembló, y el estremecimiento bajó hasta su estómago y se alojó en su entrepierna haciéndola lanzar un grito.
—Shhh, osita, no grites… —le dijo antes de apoderarse completamente del pezón con su boca, besarlo y chuparlo apasionadamente.
Ella le pasó ambas manos por el pelo, aprisionándolo, sin querer que termine tanto placer. Al contrario, quería más, mucho más.
Pero él puso fin al asalto, sonrió al verla tan excitada, miró su seno descubierto como si se tratara de un objeto precioso.
¡Santo cielo! A ella le encantaba que la mirara.
Era una noche de sorpresas continuas, porque él, adivinando sus pensamientos más íntimos, le dijo en un susurro:
—Osita, sé lo que necesitas. No te preocupes, cariño, te lo daré cuando llegue el momento adecuado.
Y la cubrió.

Continuará...

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