domingo, 19 de septiembre de 2010

Teresa - Capítulo 08

—¡Mamá nos va a matar si se entera lo que ocurrió! —dijo Serena.
Estaban de vuelta en la Esperanza, todavía con la ropa mojada.
—¿Y quién se lo va a contar, bichita? —le preguntó Joselo.
—No debería decir esto, porque se supone que soy el mayor y más responsable aquí, pero por mí no se va a enterar, chicos, relájense, —les tranquilizó Alex.
Para tranquilizar a Serena, que parecía la más preocupada por la reacción de su madre, Daniel intervino:
—Creo que el único problema a los ojos de la señora Ruthia soy yo, y por mi parte, estuve todo el día recorriendo la hacienda con Alex.
—Mientras crea que estábamos solo los cuatro juntos no habrá problemas, —dijo Teresa, a quien Daniel, para asombro de todos, la tenía abrazada muy pegada a él.
Decidieron que el cuarteto iría a cambiarse a “Rancho Grande” —así se llamaba la hacienda de los Ruthia, —como si acabaran de llegar del arroyo. Eso no molestaría a la tía Sofi. Y no tendrían que dar explicaciones, siempre que la madre de Serena creyera que solo estuvieron los cuatro.
—¡Los esperamos en Rancho Grande para merendar! —dijo Anna a modo de despedida, cuando los cuatro, a caballo, se dirigieron hacia la propiedad de los Ruthia.
Alex miró a Daniel y le dijo sonriendo:
—Nos convertimos en cómplices de ese terrible cuarteto.
Ambos rieron.
A Daniel se lo veía más relajado y Alex pensó que nunca había visto reír antes al novio de la amiga de su mujer.
La hacienda de los Ruthia no era ni tan grande ni abarcaba tanta extensión de tierra como La Esperanza, pero era sumamente pintoresca. Estaba llena de flores, —la tía Sofi amaba las plantas, —y los caminos de acceso estaban artísticamente delineados por árboles, piedras, y arbustos. La casa patronal y su entorno inmediato, eran un paraíso de la jardinería.
La tía Sofi rió cuando le contaron las hazañas de esa tarde, sin mencionar el incidente posterior. Aunque les recriminó el hecho de que ya no eran unos niños para jugar en paños menores en el arroyo, y los mandó a todos a cambiarse inmediatamente.
Obedecieron sin rechistar para que no les hiciera más preguntas y se pusieron a conversar mientras se cambiaban en la habitación de Serena.
—Esta tarde lo vi más relajado a Daniel, Tere. —dijo Anna.
—Yo tuve la misma impresión, ¡y sonrió! —dijo Serena, riendo.
—Sí, yo también me di cuenta, —suspiró Teresa, pensando en lo que había ocurrido, pero sin querer compartirlo con nadie, solo dijo: —Y se ve tan guapo cuando sonríe. Mmmm.
Sus amigas pusieron los ojos en blanco y le lanzaron almohadones.
En eso entró la señora Ruthia con una jarra de limonada.
Para cambiar de tema, rápidamente Teresa dijo lo primero que se le ocurrió.
—¿Qué tal el paso de la caballería por el pueblo, Sere?
Serena se puso pálida, ambas amigas se dieron cuenta. La tía Sofi no, ya que estaba apoyando la bandeja sobre el pequeño escritorio, de espaldas a ellas.
Al ver que Serena no respondía ella dijo:
—Fue maravilloso tenerlos una semana rondando por aquí. ¿No es cierto, Serena? —Se dio vuelta hacia ellas, —Hasta te hiciste amiga de uno de ellos… ¿cuál era su nombre?
—Eh… no recuerdo, —dijo en un susurro, bajando la cabeza.
—¿Cómo no? Se llamaba… humm —puso expresión pensativa, con las manos en la barbilla. —¡Eduardo! Ahí está. No recuerdo el apellido.
Las tres miraron a Serena, que parecía a punto de desmayarse.
—No recuerdo tampoco, —respondió deseando que la tierra la trague, para cambiar de tema dijo rápidamente: —creo que me siento mareada, parece que hemos tomado mucho sol.
—Ohh, déjame tocar tu frente, hija, a ver si tienes temperatura.
Anna y Teresa se miraron intrigadas. A Serena le pasaba algo, y no tenía nada que ver con el sol. ¿Qué sol? Si el arroyo estaba cubierto de árboles frondosos.
Pero conociendo lo reservada que era Serena, ninguna de las dos dijo nada. Cuando ella crea conveniente, se los contaría.


Alex y Daniel llegaron a Rancho Grande a la tardecita, ya bañados y cambiados, y se unieron a la merienda en la terraza de la casa.
Alex saludó a su mujer con un abrazo y un beso en la mejilla, como era su costumbre, a nadie le sorprendía. Pero sí les sorprendió, incluso a Teresa misma, que Daniel se haya acercado a ella y también haya depositado un tierno beso en su frente.
Ella lo miró a los ojos y sonrió, más enamorada que nunca por ese simple gesto. ¡Cielos! Solo quería lanzarse a sus brazos.
Una vez terminada la merienda, Daniel elogió los jardines de la tía Sofi, y ella, orgullosa de su creación, le agradeció con una sonrisa.
Aprovechando ese momento de debilidad de su tía, Teresa dijo:
—Quizás quieras verlo más de cerca, Daniel. ¿Puedo llevarlo a conocer tus maravillosos jardines, tía Sofi?
—Por supuesto, Tere. Pero no tarden mucho, ¿sí? —pensándolo mejor, agregó: —¿Quizás alguien más quiere acompañarlos?
Los otros cuatro levantaron la mirada de la mesa, donde estaban preparándose para empezar una partida de cartas.
—Parece que no, tía. —respondió Teresa.
—Vayan, chicos. Hay un diseño nuevo que terminé cerca de la glorieta, te va a encantar, hija. Pórtense bien y vuelvan enseguida.
—Gracias, tía.
—Señora Ruthia, —dijo Daniel, —inclinando su cabeza a modo de saludo, y ofreciendo el brazo a su prometida.
Apenas estuvieron lo suficientemente lejos para que no los vean desde la casa, se fundieron uno en brazos del otro, con urgencia desatada,  detrás de un árbol.
—Mi dulce osita, —le dijo él en un susurro cerca del oído, llenándole de besos húmedos la frente, la cara, la oreja, el cuello hasta finalmente llegar a sus labios, que se abrieron, deseosos de la intrusión. La sujetó contra sí obligándola a inclinarse sobre él y la besó hundiendo la lengua en su interior e imitando con sus acometidas el ímpetu del acto más primitivo existente entre hombre y mujer.
Como si no pudiese dejar de tocarle, Teresa se abrazó a él con fuerza. Sus manos ansiosas recorrieron la fuerte complexión de sus hombros, su pecho, para terminar entrelazadas en su cabellera.
Daniel atrapó una de sus manos para llevársela a la boca y la obligó a estirar los dedos; los observó con concentrada dedicación, los besó uno a uno introduciéndoselos en la boca, haciendo rotar su lengua en torno a ellos y chupándolos. Agitada, Teresa se retorció contra él.
—Haces cosas tan extrañas, mi amor.
—¿Y no te gustan, cariño?
—Me encantan, me vuelven loca, —dijo en un susurro, —ni siquiera entiendo lo que me ocurre. —Ella estaba asombrada de que una caricia aparentemente tan inocente, pudiera hacerla sentir esas descargas de energía tan fuertes.
—Tú solo tienes que dejarte llevar por mí. —le dijo apoyando su frente en la de ella y manteniéndola abrazada. —Una vez te dije que yo sabía lo que necesitabas. Y lo sé, mi dulce osita.
—Agregaste un adjetivo a mi apodo… —le dijo sonriendo.
—Es que he probado tu sabor en mi dedo, y eres dulce como la miel. No te imaginas la urgencia que tengo de saborearte entera. De hundir mi boca en tu delicioso centro y hacerte gritar de placer.
Solo oír esa declaración hizo que una descarga eléctrica bajara hasta la entrepierna de Teresa y se estremeció totalmente. Él sintió su convulsión y sonrió, abrazándola más íntimamente.
—¿Está eso permitido? —le preguntó abriendo los ojos como platos.
El rió y le contestó:
—Todo lo que nos complazca a los dos estará permitido entre nosotros.
—Ohhh.
Ambos suspiraron.
¡Qué diferente estaba Daniel! Que maravilloso era verlo relajado. Tonta ella que creyó que él no era capaz de complacerla.
—¿Qué vamos a hacer, cariño? —le preguntó él.
—No lo sé. —le contestó, apoyando la cara en su pecho y rodeando su cintura con las manos, debajo de la chaqueta.
—Fijemos la fecha de la boda. Ya.
—Aunque la fijemos ahora, nunca podrá ser antes de tres o cuatro meses, Dani. ¿Podremos aguantar tanto?
—Podremos, osita. Existen alternativas para mantenernos más relajados.
—¿Ah, sí? Has pensado en todo, —le contestó ella sonriendo pícaramente. —Eres una constante fuente de sorpresas, mi amor.
Él suspiró y miró al cielo, pensando lo poco que le gustarían a Don Augusto esas alternativas, y lo mucho que ellos la disfrutarían.
—Dos meses a partir de hoy. Ya está, nuestras madres tendrán que esmerarse para lograr algo en ese tiempo. Y una de las alas de nuestra casa ya estará terminada. No tendremos que vivir con ninguno de nuestros padres. —Ella sonrió, complacida. —Ahora tienes que mostrarme esa glorieta, osita, o tu tía Sofi pensará que hicimos algo raro.
Y tomados de la mano, con los dedos entrelazados, caminaron por los jardines, maravillados por su hermosura.
—Tu tía es una artista, osita. Realmente es precioso.
—Sí, ¿verdad? Díselo. No hay nada que le guste más escuchar.
—Se lo diré, por supuesto, —y la ayudó a subir al cenador, a un costado de la glorieta.
Admiraron los jardines que les rodeaban. Teresa le contó algunas anécdotas sobre el lugar, Se apoyó en uno de los postes y estaba señalando un sitio específico, cuando él se acercó por detrás de ella y la rodeó con los brazos en la cintura, observando lo que le mostraba, con la cabeza apoyada en la suya y sus mejillas tocándose.
Ella se sentía tan bien en sus brazos, tan segura, que se relajó y se apoyó totalmente en él, posando sus manos en las de Dani, acariciándolo.
Pero tenerla tan cerca, oler su delicioso aroma, despertaba sus instintos más bajos. No podía dejar sus manos quietas. Le acariciaba lentamente la cintura, los costados, el abdomen, por sobre la ropa. Hasta que llegó a la base de sus senos y los abarcó, levantándolos y juntándolos. Observándolos desde arriba y detrás de ella cómo se formaba un canal entre ellos.
Teresa suspiró.
—Tienes los senos más hermosos que vi en mi vida, osita. Nunca me cansaré de mirarlos y tocarlos. Son tan grandes, como a mí me gustan. Toda tú eres tan voluptuosa y llena de curvas, como yo adoro, así tengo muchos sitios por donde agarrarme. —Ella sonrió ante esa revelación. —Estás hecha para mí.
—Y tú para mi, mi amor, —le contestó ella. —Eres grande y fuerte, alto y lleno de músculos como a mí me gusta. Me haces sentir pequeña, protegida y muy segura en tus brazos.
Daniel abarcó totalmente los senos de ella con sus grandes manos y los acarició por sobre la fina tela del vestido. Luego pasó sus dedos por sobre donde sentía los pezones y los fue excitando con movimientos circulares.
—Me gustaría tanto verlos. —le dijo Daniel en un susurro junto a su oído.
Era solo un sentimiento de deseo puesto en palabras, pero ella lo sorprendió bajándose las mangas del vestido y los dos trozos de tela que cubrían sus senos, dejándolos libres a la vista, para que él los mirara.
—Tus deseos son órdenes para mi, mi amor. —le dijo suavemente.
Y él procedió a acariciarlos, rindiéndole culto con sus manos, presionando sus pezones con los dedos, rozándolos con las yemas.
—Hay algo que quiero que hagas para mi, osita.
—Mmmm, —suspirando, le dijo: —Dime.
—Mañana cuando te vistas, olvídate del corsé y la ropa interior. Quiero saber que estás desnuda debajo de tu ropa, al mirarte quiero imaginarme tu entrepierna libre, húmeda y caliente.
Ella abrió mucho los ojos, pero no se amilanó.
—Lo haré, mi amor… cuenta con ello.

Continuará...

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