martes, 21 de septiembre de 2010

Teresa - Capítulo 10

Riendo como niños, salieron al jardín y se perdieron detrás de la casa. Se tomaron de la mano, ella con la intención de llevarlo hacia los establos, pero él la estiró hacia su enorme y fuerte cuerpo y la aprisionó en sus brazos, besándole el hombro, abrazándola sin pudor alguno.
—Ahhh, osita. Estás tan suave y blandita sin ese corsé que te aprisiona. —le dijo Daniel pasando sus manos por la cintura y las caderas de ella.
—¡Me siento libre! —respondió ella riendo, mandando su cabeza para atrás, como gritándole al viento.
—Mmmm, me gustaría comprobar qué tan libre estás, —y le besó el cuello expuesto a su vista. —¿Dónde vamos?
—En el galpón de las herramientas. Es un depósito y hay un entrepiso donde nosotros solíamos jugar cuando niños, era como nuestra «casita en el árbol» ¡Vamos ahí!
Y corrieron tomados de la mano, escondiéndose para que ninguno de los criados los vea entrar. Era un lugar oscuro y cerrado.
Daniel frunció el ceño.
Ella rió.
—El entrepiso solía estar mejor, mi amor, y tiene una ventanita que da al exterior, hay una escalera marinera por aquí, ven.
Daniel encontró en el camino unos pequeños fardos de paja y levantándolos, los tiró arriba, hacia el entrepiso.
—Nuestro colchón, —y le guiñó un ojo.
—Buena idea. Sube.
—Sube tú primera, osita. Yo te ayudo.
—Mejor sube primero tú y me ayudas a llegar desde arriba. —Le daba cierto pudor subir delante de él sabiendo que estaba desnuda debajo de sus ropas.
El sonrió y asintió, entendiendo su dilema.
—Creo que es lo mejor, así me dejas verificar el lugar antes de que subas. No deseo que nos encontremos con alguna sorpresa.
Subió por la pequeña escalera, abrió ligeramente la ventanita para que entre un poco de luz, verificó la solidez del piso de madera, esparció la paja en el piso y se acercó para indicarle que subiera.
Apenas asomó su torso, él metió las manos debajo de sus brazos y la levantó fácilmente, aprisionándola contra su pecho, sin que toque el suelo.
Ella rió, emocionada.
—Ay, mi amor, eres tan fuerte. —Y le pasó los brazos por el cuello.
La apoyó en el piso y con un gemido de placer casi agónico, inclinó la cabeza y la besó. Ella se derritió ante su contacto. Su boca, su cuerpo, toda su suavidad presionando aquellas partes suyas que más lo deseaban. La aceptación de la necesidad de sus cuerpos hizo que cualquier idea que no fuera el hambre abandonara la cabeza de Daniel. No podía recordar la diferencia entre lo que le habían enseñado que estaba bien o mal. Sólo podía desear, sólo podía adueñarse del momento y no dejarlo ir.
Entró profundamente en su boca, necesitando degustarla, reclamarla, saciar su deseo desde que la había tocado por última vez. Cuando él le mordisqueó los labios y la lengua, ella emitió un ruido asustado.
—Ohhh, Dani… —le dijo ella contra sus labios, —cada día me muestras algo nuevo. Hay tantas cosas que tengo que aprender.
—Yo te enseñaré, osita, todo lo que quieras saber, te enseñaré lo que es morir de placer —dijo, con la garganta apretada. —Pero sólo hasta cierto punto antes de casarnos y si me prometes que esto quedará entre nosotros.
—Te lo prometo, mi amor. Enséñame.
La tomó por las nalgas sobre el vestido, la levantó hasta su entrepierna y siguió besándola. Aquella presión añadida hizo que su erección latiera tan intensamente que llegó a hacerle daño. No conseguía obligarse a abandonar su boca, ni siquiera pedir disculpas por su rudeza. Por una impaciencia que ya no podía controlar. Pero a ella parecía gustarle.
La apoyó de nuevo en el piso y fueron bajando lentamente, hasta el colchón de paja que él había preparado. La recostó lentamente mirándola en todo momento y se puso a su lado, ordenándose mentalmente ser más suave con ella, dominar su ímpetu.
—Quiero verte, —le susurró ella.
Rápidamente, el se desabotonó la camisa y se la sacó, casi desgarrándola, para volver a su lado, muy cerca de ella y mientras acariciaba su torso con dedos temblorosos, maravillada de verlo por primera vez desnudo de cintura para arriba, él le bajó las mangas y el frente de su vestido para dejar al descubierto sus pechos plenos, grandes y firmes.
Tomó en sus labios la ardiente plenitud de su seno, lamiéndolo, mordiéndolo suavemente, mojándolo. El pezón apuntaba firme hacia él, se lo sopló y se endureció aún más. Con un susurro, le preguntó:
—¿Lo sentiste? ¿Sentiste el deseo en tus pechos? ¿Entre tus piernas?
Ella asintió con la cabeza, temblorosa, y él la besó de nuevo como recompensa. La besó hasta que su cabeza retumbaba al unísono con su miembro, hasta que su pasión le brotó del pecho con un gruñido primitivo y animal. Siguió acariciándole los senos, pinchando la sensible punta, arañando suavemente la aureola hinchada con las uñas. Ella comenzó a retorcerse contra la trampa de su cuerpo, no para escapar sino para obtener más. Él sabía lo que sentía. ¡Oh, cuánto lo sabía! Bajó la cabeza hasta sus senos y le mordió una punta suavemente.
Mientras tanto, una de sus manos fue levantando poco a poco su falda, hasta que tuvo acceso a sus piernas desnudas. Acarició su sensible piel, y levantó la vista para apreciar lo que había desnudado. Sus piernas eran largas y curvilíneas, cerró los ojos con un espasmo de deseo, subiéndole aún más la falda hasta dejar al descubierto lo que más añoraba conocer.
—¡Ay! —dijo ella asustada, —Ay, Dios mío…
Él sonrió cuando vio que sus dedos se cerraban en su puño, y entonces deslizó las manos hacia arriba. «Su osita era una mujer sensible, —pensó él, —un violín bien afinado». Apoyó la sien contra su cadera y sopló suavemente a través de los hermosos rizos negros que cubrían sus pliegues. Su estremecimiento le provocó más placer que otro de sus gemidos.
—Cumpliste lo que prometiste, osita. Ahora yo cumpliré lo que te prometí.
Los muslos le temblaron cuando él los acarició y los abrió ligeramente. Ahora podía olerla, un suave y dulce olor. Con el corazón desbocado, buscó con la boca los rizos tupidos. Ella se tensó pero no se movió. Él sintió que lo esperaba con el aliento entrecortado. Le peinó sus vellos con la mano para poder acariciar sus pliegues y descubrir su secreto oculto. ¡Qué dulces eran aquellos secretos, y qué placer que ella los compartiera con él!
Suavemente, acarició el tierno lecho de vellos, delicadamente, hasta que sus caricias la convencieron para relajarse. Abrió más sus muslos para apreciar mejor su centro y pasó el pulgar, ligeramente, por encima del tímido y cálido pliegue de sus labios. Teresa estaba mojada. La humedad bañaba su piel y la de ella. Que él tuviese el poder para despertar esa reacción en Teresa lo hacía a la vez humilde y lo excitaba.
Al no oír protestas, separó sus pliegues con los dedos, frotando hacia dentro y hacia arriba. Su piel ahí era sedosa como el satén, lubricada por el deseo. Teresa dio un salto cuando él le rozó el clítoris. Volviendo a sonreír, él lo presionó ligeramente, con la yema de los dedos apretando en ambos lados. Su recompensa fue un violento estremecimiento. Ella dejó caer una mano sobre él como si quisiera detenerlo y, en seguida, con la misma rapidez, la retiró.
—¿Estás seguro de que es ahí donde tienes que estar, mi amor? —preguntó jadeante.
—Estoy seguro, mi dulce osita —rió él, y la apretó aún más fuerte. Esta vez, ella gimió. —Éste es el secreto del placer de la mujer. —Y ella gritó cuando él cubrió con la boca aquella confluencia de nervios. Teresa inclinó las caderas hacia delante, con un apetito inocente. Daniel sintió que la sangre le rugía en las orejas. Con la lengua, él siguió rozándola. Con los labios, la chupó. Deslizó los dedos y frotó su sexo hinchado.
—Oh, Dani… —exclamó ella, y lanzó la cabeza hacia atrás. —¡Casi duele!
Él no prestó atención a las palabras, sólo al tono, y ella estaba gozando. La hizo subir por la colina hasta el clímax saboreando cada sorpresa de ella, cada gemido de deseo. Daniel ansiaba su placer como un hombre hambriento ansía la comida. Ésta era Teresa. Ésta era la mujer que él amaba.
Llevando las manos a sus nalgas, para apretarla más contra su boca, recurrió a todos sus conocimientos para llevarla hasta la cima del éxtasis. Cuándo empujar, cuándo provocar, cuándo murmurar cosas que quería hacer. Escuchaba su cuerpo por sobre todas las cosas. Sus temblores le decían lo que le agradaba, la tensión de sus muslos, su mano cada vez más apretada contra su cabeza.
Ese acto le pertenecía sólo a ella. Cuando experimentó la pequeña muerte, su alma se sintió exultante ante su grito. Deslizó un dedo en su abertura, para sentir las contracciones en su interior cuando con la boca la hizo gozar una vez más y otra vez. Podía parar, le había enseñado lo que había prometido. Pero no quería dejarla ir. Esto era lo único que tendría de ella por ahora. Aquel primer conocimiento de su cuerpo. La primera introducción al goce de Teresa.
Quería hacerlo tan memorable como fuera posible.
—Para, mi amor, por favor, para… no puedo más. —Le rogó, casi gritando.
Se incorporó hasta ella, todavía con la mano muy quieta apoyada sobre sus rizos, abarcando todo su centro, para tranquilizarla.
Pensó que Teresa se quedaría tendida, rendida. Pensó que solo la estrecharía mientras se calmaba. Pero al parecer, ella no quería calmarse. Se retorció contra su cuerpo y le mordió el cuello. Sus labios despertaron en él un pulso desbocado.
—Enséñame más, mi amor —pidió. —Enséñame cómo puedo darte placer a ti, necesito tocarte yo también.
Aquello era una demanda que él no se atrevía a satisfacer. Emitió un rugido grave a la altura del pecho. Ella se incorporó sobre él y volvió a insistirle:
—Enséñame —Su larga cabellera negra caía sobre ambos y los envolvía en una cascada de fragancia a jazmín.
—No me pidas eso, osita —dijo, con los dientes apretados, tocando su pelo. Puedo perder el control. —Y le besó los pezones que estaban muy cerca de su boca.
Cuando ella, tímidamente acarició y besó su pecho y fue bajando la mano hasta la erguida cresta que amenazaba con rasgar su pantalón, oyeron unos gritos en el exterior, que iban haciendo cada vez más fuertes a medida que se aproximaban:
—¡Teresa! ¡Teresa! —eran Serena y Anna.
—¡Indiecitaaaaa! ¿Dónde estás? —gritaba Joselo.
—Sepárense, —dijo Anna. —Así abarcaremos más.
Ambos se incorporaron al unísono.
—¡Dios mío! Tenemos que salir de aquí inmediatamente. Ellos conocen este escondite.
Se acomodaron las ropas en segundos y bajaron rápidamente. Él primero, y la esperó abajo para ayudarla.
—Espera, osita, estás llena de paja.
Trataron de limpiarse lo mejor que pudieron y salieron por la pequeña puerta trasera del cobertizo, corriendo y riendo cruzaron hasta los establos y lo rodearon, para hacer como si estuvieran llegando del invernadero.
 —Espero que no hayan buscado todavía por aquí, —dijo Teresa riendo casi a carcajadas.
Los dos estaban jadeando por la carrera, escondidos detrás de los establos.
—Todo lo que me haces hacer, mi dulce osita. —respondió él sonriendo. —Tranquilicémonos primero antes de verlos.
Y como si estuvieran conectados, se dieron un pequeño pero apasionado beso. Y sin pensarlo, solo expresando lo que sentía en ese momento, ella le dijo en un susurro:
—Te amo, Daniel.
Él la miró y sintió que el corazón explotaba en su pecho. Era la primera vez que ella se lo decía tan abiertamente.
—Osita, yo…
—¡Teresaaaa! —el grito de Anna muy cerca de ellos lo interrumpió, aunque todavía no podían verla.
—Hora de actuar, —dijo Daniel. Tomó su mano y la puso en su brazo, saliendo desde detrás del establo, caminando tranquilamente.
—¿Qué es lo que pasa, Anna? —le dijo Teresa tranquilamente, como si nada hubiera pasado.
—¡Dios mío, Teresa! ¿Dónde estaban? Llevamos buscándolos casi media hora.
—Fuimos a caminar cerca del invernadero. Joselo se quedó dormido y Serena fue a no sé donde, entonces decidimos dar un paseo. ¿Pasa algo malo?
Anna frunció el ceño.
—Mmmm… espero que no. —Y le sacó un resto de paja del cabello, mostrándoselo como evidencia.
—¿Qué te pasa, amiga? No estábamos haciendo nada malo, —y soltándose de Daniel, la llevó lejos, estirándola del brazo y le dijo en tono más bajo: —Pareciera que el matrimonio en vez de ampliar tu mente, te hizo más mojigata. Sabes cuales eran mis planes, ¿no?
—Eso es justamente lo que me preocupa, Tere. —Anna suspiró. —Creo que tus planes pueden escaparse de tu control. Por favor, no me hagas responsable de tus locuras. Si algo llegara a pasar en mi casa, no me lo perdonaría y menos aún tus padres o tía Sofi. Y Alex tampoco.
Teresa la abrazó.
—Te quiero, amiga. No pasó nada, tranquilízate. Soy muy feliz, no destruyas mi dicha con tus gritos y reprimendas, ¿sí?
—Ay, Tere… ¿qué voy a hacer contigo? —dijo Anna poniendo los ojos en blanco.
—Solo quiéreme, —le dijo riendo, y le dio un beso en la mejilla.
Se abrazaron y así fueron caminando hasta la casa, seguidas de Daniel, que volvía a respirar tranquilo, y miraba a su prometida contorneando las caderas frente a él, imaginando sus nalgas desnudas debajo de sus faldas.
A pesar del enredo posterior «La experiencia valió la pena», pensó Daniel, complacido y todavía sintiendo el olor y el sabor de Teresa en sus labios.
Continuará...

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Lo dicho "no hay quinto malo" y de malo no tuvo nada este capítulo a excepción de la preocupona de Anna, bueno se entiende lo que le pasa, aunque debería tener un poco más de sentido común ya que en esa época (y en la actual, glup!) es muy común que un chico soltero busque esos desfogues, aunque yo tengo mis dudas sobre si Dani realmente fue a "desfogarse" con la Madame, en fin de cualquier modo debería juzgar con menos severidad aunque todo acuse a Dani. Gracias amiga por el capítulo, empezaremos a hacer presión por el 11... jajaja!

Patricia dijo...

ayyy dios por por poco y los pillan jejeje, este capi si q estubo duper hot, besossss

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